domingo, 26 de mayo de 2019

¿Embrutece la internet?... Por Rodrigo Guerrero

¿Embrutece la internet?

El Colombiano | Rodrigo Guerrero | Medellín | Publicado el 6 de febrero de 2011.

Foto: Rodrigo Guerrero. El Colombiano
"Qué pena, el vaso se quebró", es una expresión utilizada con frecuencia en español que, de manera sutil, le traslada al vaso la responsabilidad del rompimiento. En inglés se prefiere la forma transitiva, "quebré el vaso", que responsabiliza a la persona que lo rompió.

Sin embargo, esa lengua no siempre tiene esa claridad. Cuando el vicepresidente de EE. UU. hirió accidentalmente a su amigo en una cacería, las noticias incluyeron desde el titular "Chenney hirió a Whittington", hasta la declaración de Bush: "Chenney, al escuchar el vuelo de un pájaro se volteó y disparó, y encontró a su amigo herido por escopeta". Según la primera información, el vicepresidente fue autor del hecho; pero según la segunda, fue mero testigo.

Se calcula que la especie humana utiliza cerca de siete mil lenguajes diferentes para comunicarse; cada uno con características y requerimientos lingüísticos específicos.

En Mian, la lengua de unos indígenas de Nueva Guinea, el verbo no indica si el hecho ya ocurrió o si va a ocurrir en el futuro; en ruso el verbo revela el género de quien habla y en mandarín hay palabras específicas para referirse al tío paterno, al materno y al político.

En Kuk, la lengua de unos aborígenes australianos, no existe el concepto de izquierda o derecha, sino que se expresan de acuerdo con los puntos cardinales y se dice, por ejemplo, la cuchara está al oeste mío.

El lenguaje define las dimensiones de la experiencia: espacio, tiempo y hasta causalidad. Pero la experiencia también determina el lenguaje, que le proporciona las herramientas necesarias para interpretarla.

Ahora ha aparecido un nuevo lenguaje que ya tiene alcance universal.

Al referirse a él, una revista norteamericana se preguntaba recientemente hasta qué punto la internet nos embrutecerá.

La nueva forma de comunicación se basa en breves mensajes de texto que navegan en las redes sociales, o en los ciento cuarenta caracteres del "twitter" , -trinar, en español- que obligan a enfundar las complejidades de la comunicación humana en unas pocas líneas.

El enamoramiento de dos personas es un proceso de encuentro personal, que incluye sonrisas, miradas de ternura, coloquios y silencios, confidencias y caricias cada vez más íntimas, que consolidan paulatinamente la unión de la pareja. Pero, según una encuesta reciente, 65 por ciento dijeron haber conseguido su pareja a través de mensajes de texto, y 49 por ciento a través del Facebook.

El medio es el mensaje, decía el famoso comunicador Marshall McLuhan. Al comunicarnos con ese lenguaje telegráfico le restamos profundidad a la relación personal y a nuestra capacidad de aprehender las complejidades y sutilezas de la vida.

Seremos incapaces de leer las largas novelas de Tolstoi, o de comprender los sufrimientos de Arturo Cova en la selva amazónica, narrados en La Vorágine. No entenderemos la nostalgia de María al contemplar las puestas del sol sobre la Cordillera Occidental, mientras pensaba en Efraín. Tampoco seremos capaces de comprender -y por supuesto enfrentar- las complejas raíces filosóficas y socio-políticas que amenazan la sobrevida de la humanidad.

Los trinos noticiosos informan cuántos egipcios han caído en las protestas; pero nada revelan sobre las raíces del conflicto ni sobre las repercusiones de la salida de Mubarak en el mapa geopolítico del mundo. Cada día estamos más contentos con la superficialidad de los titulares y menos dispuestos a bucear en lo profundo de la realidad.

La internet no es un canal pasivo que proporciona información, porque al tiempo que lo hace reduce y simplifica la realidad hasta despojarla de su extraordinaria complejidad.

Nuestra respuesta a esa información será, por lo tanto, más elemental, más impulsiva y menos reflexiva; mejor dicho, más torpe.

La responsabilidad de escribir bien (Partes 1,2 y 3)... Por Víctor León Zuluaga Salazar


La responsabilidad de escribir bien Parte 1/3 


El periodista debe saber usar el lenguaje como el cirujano el bisturí.


El Colombiano | Víctor León Zuluaga Salazar | Medellín| Publicado el 28 de febrero de 2011

Víctor León Zuluaga Salazar - Defensor del Lector de El Colombiano 
Un porcentaje significativo de los comentarios de los lectores se refiere a la calidad del contenido y la corrección idiomática. Son frecuentes los que señalan errores de ortografía, puntuación, concordancia, sintaxis, imprecisiones geográficas, datos equivocados, etc.
Una lectora y un estudiante de la Facultad de Comunicación Social de la Fundación Universitaria Luis Amigó, de Medellín, alientan, de nuevo, la reflexión sobre el asunto.

Esta semana la lectora María Victoria Saldarriaga Henao me envió un mensaje directo y contundente: "... quisiera saber si la Real Academia Española abolió el punto y coma de toda redacción". Y tiene toda la razón porque el punto y coma es poco usado.

El profesor e investigador Héctor Manuel Gómez conceptúa que "el punto y coma está reservado para quienes dominan el tema porque su uso es demasiado sutil. Tiene dos usos: el primero es de carácter gramatical, cuando dentro del texto hay demasiadas comas internas o cuando la relación no es tan cercana como la coma ni tan lejana como el punto. En las enumeraciones complejas, por ejemplo".

"El uso número dos es de carácter psicológico, cuando el autor escribe con estilo un tanto atropellado dando la impresión de estar detrás del lector empujándolo para que no participe del texto. Un autor español dice que este signo de puntuación nunca desaparecerá y que, por el contrario, quien tiende a desaparecer es el que no lo sabe emplear", agrega el lingüista.

En un foro sobre la misión educativa de los medios de comunicación, al que fuimos invitados varios periodistas de la ciudad, se planteó la necesidad de que el periodista se exprese bien. En primer lugar porque claridad, propiedad, precisión y rigor son atributos del lenguaje que también son requisitos de la información. Y en segundo, porque el periodismo, además de informar, educa.

De una manera muy gráfica he dicho en otras oportunidades que el periodista debe saber usar el lenguaje como el cirujano el bisturí.

El periodismo se enfrenta hoy a fenómenos complejos. Hay quienes creen que no es necesario escribir bien sino que se entienda. Las deficiencias de la formación en expresión oral y escrita se cuelgan en las redacciones de los medios de comunicación. El lenguaje reducido que usamos en las redes sociales y en otras formas de comunicación influye, y de qué manera, en la escritura del periódico.

El escritor e investigador mexicano Carlos Monsiváis concluyó que "informar ahora es usar a fondo la tecnología, no el idioma, y las ventajas de la inmediatez extrema ocupan con todo el espacio. Si pierde, si lo hubo, el interés específico por la escritura. Se debilita la ambición de poseer un lenguaje variado y con matices".

No obstante este panorama, considero que el periodista debe dominar el lenguaje porque es su principal instrumento de comunicación. Escribir bien es un requisito, pero también es un acto de responsabilidad social.

Los lectores de hoy son más instruidos y exigentes y la participación activa de las audiencias contribuye al mejoramiento de la calidad de la escritura.

Un ejemplo reciente de esta urgencia de escribir bien lo acaba de dar The Washington Post al abrir un nuevo canal, exclusivo y accesible, para que los lectores hagan las correcciones a los textos, mediante un formulario que envían fácilmente y que los editores revisan con frecuencia para hacer las enmiendas con diligencia. Este nuevo canal se suma a los tradicionales del teléfono, el correo electrónico y los comentarios de los contenidos.

Referencia: https://www.elcolombiano.com/historico/la_responsabilidad_de_escribir_bien-PGEC_123941

La responsabilidad de escribir bien Parte 2/3

El Colombiano | Víctor León Zuluaga Salazar | Medellín| Publicado el 06 de marzo de 2011.

En esta oportunidad quiero extenderme sobre la responsabilidad de escribir bien, que tenemos los periodistas, pero que también es de todas las personas. 

Hablar correctamente, escribir correctamente, es un requisito de la comunicación. Alguien puede creer que se trata de una cruzada inútil porque las nuevas tecnologías parecen desfavorecer la buena expresión. 

Yo creo que no debe originarse en este fenómeno una licencia para maltratar la lengua. Estoy de acuerdo con la opinión de Betina Lippenholtz, cuando plantea: "Escribir y hablar bien tiene que ver con leer, con comunicarse, con prestar atención, etc., no con la plataforma. El papel no dio una mejor o peor escritura que el papiro, y la imprenta mucho menos. Los cambios tienen que ver con el uso del lenguaje, con necesidades propias del hablante en cada época y situación, y no con soportes o plataformas", según escribe en el portal educativo del gobierno argentino. 

Cada vez crece el número de personas que extrañamos la buena escritura en los correos electrónicos, redes sociales, mensajes de texto y en general en los medios de comunicación. La costumbre de reducir el lenguaje en las comunicaciones personales no puede contaminar el que usamos en los medios de comunicación. Las expresiones íntimas, coloquiales y familiares deben quedarse en esos ámbitos y no darles espacio en los medios impresos y audiovisuales, dirigidos a audiencias más amplias. 

La deficiencia que puede detectarse en algunos currículos educativos se subsana con la lectura de buenos autores y con la ayuda de innumerables recursos que están a la mano, a un clic de distancia. Internet como canal educativo ofrece inmensas posibilidades. 

Errar es humano. Los lectores de los medios impresos son cada vez más exigentes y señalan con frecuencia los errores, las erratas o equivocaciones al digitar, las fallas de ortografía y de otra naturaleza. 

Y corregir también es humano. Cada error, por insignificante que parezca, debe ser corregido por el periódico. Como defensor del lector insisto en la necesidad de establecer una sección de correcciones. 

Las imprecisiones y los errores atentan contra la veracidad y la credibilidad del periodista y del medio de comunicación. 

Dudo lo que dice la canción interpretada por Héctor Lavoe y autoría de Tite Curet Alonso: "Tu amor es un periódico de ayer / que nadie más procura ya leer / el comentario que nació en la madrugada / y fuimos ambos la noticia propagada / y en la tarde materia olvidada". 

El periódico puede volver a leerse. Es documento de consulta permanente. Y hoy, la información está puesta en la red y llega a todas partes y queda guardada en archivos y carpetas públicas y personales. 

Así las cosas, es necesario corregir los errores, por simples que sean. Es responsabilidad del periodista escribir correctamente. Y cuando publica un error, corregir. 

Como el tema no se agota aquí, continuará la próxima semana.



La responsabilidad de escribir bien Parte 3/3

Lo que dice un lector: "la responsabilidad de expresarnos correctamente es de todos...".

El Colombiano | Víctor León Zuluaga Salazar | Medellín| Publicado el 14 de marzo de 2011.

Las columnas anteriores sobre el tema de la corrección gramatical motivó numerosos mensajes, llamadas y menciones en los medios de comunicación. Y, por supuesto, comentarios de mis compañeros de la sala de redacción.

El lector Miguel Ángel Díaz dice lo siguiente: "...he leído sus artículos periodísticos sobre la "Responsabilidad de escribir bien" y tengo que decir que sinceramente leo, oigo y veo errores garrafales en todas partes... Apoyo su juicio, según el cual los periodistas tienen un gran compromiso de escribir y hablar correctamente, y me gustaría que nos hiciera sugerencias a nosotros los lectores para expresarnos mejor...".


Y concluye con esta frase que resalto: "...la responsabilidad de expresarnos bien es de todos...".


La lectora Rosana Valencia G. reflexiona: "...los periodistas tienen una responsabilidad muy grande porque veo que los niños al leer el periódico aprenden ortografía y forman su léxico...".


Reitero que el lenguaje es el instrumento que usamos los periodistas para narrar los hechos con veracidad, propiedad y claridad.

Una de las estrategias de los medios escritos, en este mundo global, complejo y competido de hoy, es la búsqueda y conservación de la calidad periodística y por ende de la credibilidad.


Estoy de acuerdo con el autor Gonzalo M. Vivaldi: "Las palabras son los utensilios, la herramienta del escritor. Y como en todo oficio o profesión es imprescindible el conocimiento -el manejo- de los utensilios de trabajo, así también ocurre en el arte de escribir. Nuestra base, pues, es el conocimiento del vocabulario. El empleo de la palabra exacta, propia, y adecuada, es una de las reglas fundamentales del estilo. Como el pintor, por ejemplo, debe conocer los colores, así el escritor ha de conocer los vocablos".


El jefe de edición del periódico La Vanguardia , de Barcelona, España, Magí Camps Martín, conceptúa, adicionalmente: "Las noticias, los reportajes, las exclusivas, los artículos de fondo son, al fin, el producto que vende. A mayor calidad de contenidos, mejores ventas. Pero la calidad lingüística también computa, no tanto por su presencia como por su ausencia y, por tanto, de modo negativo. En un periodista la corrección gramatical se da por supuesta. Pero las prisas son traicioneras, para un periodista y para cualquiera. Y es de cajón que cualquier texto, aunque proceda de la mejor pluma, ha de ser revisado.


Hoy disponemos de un variado conjunto de recursos que nos ayudan a expresarnos correctamente. Están al alcance de la mano: internet ofrece diccionarios en línea, sitios dedicados a resolver dudas idiomáticas de toda índole, técnicas pedagógicas para practicar la ortografía, la redacción y el estilo. Hay métodos para mejorar la calidad de la escritura. Y en cuanto a la corrección, el apoyo de los diccionarios es vital. También hay en todos los países instituciones encargadas del estudio y la divulgación del idioma.

Buenos lectores y buenos escritores... Por Vladimir Nabokov


Introducción del libro "Curso de Literatura europea" 
 Vladimir Nabokov 
Foto: Vladimir-Nabokov-Horst-Tappe-Getty
«Cómo ser un buen lector», o «Amabilidad para con los autores»; algo así podría servir de subtítulo a estos comentarios sobre diversos autores, ya que mi propósito es hablar afectuosamente, con cariñoso y moroso detalle, de varias obras maestras europeas. Hace cien años, Flaubert, en una carta a su amante, hacía el siguiente comentario: «qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros». 

Al leer, debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos. Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reunir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose del libro antes de haber empezado a comprenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber. 
Otra cuestión: ¿Podemos obtener información de una novela sobre lugares y épocas? ¿Puede ser alguien tan ingenuo como para creer que esos abultados best-sellers difundidos por los clubs del libro bajo el enunciado de «novelas históricas» pueden contribuir al enriquecimiento de nuestros conocimientos sobre el pasado? Pero ¿y las obras maestras? ¿Podemos fiarnos del retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra terrateniente, con sus baronets y sus jardines paisajistas, cuando todo lo que ella conocía era el salón de un pastor protestante? Y Casa Desolada, esa fantástica aventura amorosa en un Londres fantástico, ¿podemos considerarla un estudio del Londres de hace cien años? Desde luego que no. Y lo mismo ocurre con las demás novelas de esta serie. La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las que vamos a estudiar aquí lo son en grado sumo. 

El tiempo y el espacio, el color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas estas cosas no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en que suponemos bien), nociones tradicionales que pueden sacarse de la biblioteca circulante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas extraordinarias que los artistas maestros han aprendido a expresar a su manera personal La ornamentación del lugar común incumbe a los autores de segunda fila; éstos no se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dormido y manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición ningún valor predeterminado: debe crearlos él. El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda !», dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y- poner nombre a los objetos naturales que contiene. Estas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha cruzado veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará Lago de Ópalo o, más artísticamente, Lago Aguasucia. Esa bruma es una montaña... y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maestro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente. 

Una tarde, en una remota universidad de provincia donde daba yo un largo cursillo, propuse hacer una pequeña encuesta: facilitaría diez definiciones de lector; de las diez, los estudiantes debían elegir cuatro que, combinadas, equivaliesen a un buen lector. He perdido esa lista; pero según recuerdo, la cosa era más o menos así: 

Selecciona cuatro respuestas a la pregunta «¿qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector?»: 1) Debe pertenecer a un club de lectores. 2) Debe identificarse con el héroe o la heroína. 3) Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico. 4) Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos. 5) Debe haber visto la novela en película. 6) Debe ser un autor embrionario. 7) Debe tener imaginación. 8) Debe tener memoria.?9) Debe tener un diccionario. 10) Debe tener cierto sentido artístico. 

Los estudiantes se inclinaron en su mayoría por la identificación emocional, la acción y el aspecto socioeconómico o histórico. 

Naturalmente, como habréis adivinado, el buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico..., sentido que yo trato de desarrollar en mí mismo y en los demás siempre que se me ofrece la ocasión. 

A propósito, utilizo la palabra lector en un sentido muy amplio. Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cuadro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familiarizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los detalles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lectura, n6s comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cuadro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea -ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)-, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo es, o debe ser, el único instrumento que debemos utilizar al enfrentarnos con un libro. 

Sentado esto, veamos cómo funciona la mente cuando el melancólico lector se enfrenta con el libro risueño. Primero, se le disipa la melancolía, y para bien o para mal, el lector participa en el espíritu del juego. El esfuerzo de empezar un libro, sobre todo si es elogiado por personas a las que el lector joven considera en su fuero interno demasiado anticuadas o demasiado serias, es a menudo difícil de realizar; pero una vez hecho, las compensaciones son numerosas y variadas. Puesto que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya. 

Sin embargo, hay al menos dos clases de imaginación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal (hay diversas subespecies en este primer apartado de lectura emocional). Sentimos con gran intensidad la situación expuesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conocemos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imaginación el que yo quisiera que utilizasen los lectores. Así que ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente -apasionadamente, con lágrimas y estremecimientos- de la textura interna de una determinada obra maestra. 

Por supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que vosotros allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.? Cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el científico. El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de paciencia -pasión de artista y paciencia de científico-, difícilmente gozará con la gran literatura. 

La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando «el lobo, el lobo», sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura. 

La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza. 

Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero que grita «el lobo, el lobo», podemos exponer la cuestión de la siguiente manera: la magia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pequeño mago. Fue el inventor. 

Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor. 

Al narrador acudimos en busca del entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. ¡ Ay!, he conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte  verdaderamente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas. 

Las tres facetas del gran escritor -magia, narración, lección- tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremecimiento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfield Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Aquí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenernos un poco distantes, un poco despegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.