La droga y lo
divino - Legalización
Por Gonzalo
Márquez Cristo
(E-mail:
comunpresencia@yahoo.com)
Poeta y escritor colombiano, Gonzalo Márquez Cristo |
«Oh justo, sutil y
poderoso opio!... ¡Sólo tú proporcionas al hombre esos tesoros, tú posees las
llaves del paraíso!», había exclamado Thomas De Quincey –mucho antes, como se
supondrá–, de la visión policiva impuesta contra la droga por los Estados
Unidos, donde impera como siempre una doble moral y un trasunto económico.
Que el paraíso se
encuentre en la droga como lo propone De Quincey en el párrafo antes citado (Confesiones
de un inglés comedor de opio, 1822), o que el etnólogo George Dumézil
haya pensado que todas las religiones son producto del efecto de los
alucinógenos por parte del hombre primitivo, y que, aún más, un genio como
Robert Graves –quien era considerado sabio incluso por Borges– reflexionara en
el mismo sentido, hasta llegar a concluir, en El segundo nacimiento de
Dionisos, que del consumo del bello hongo rojo de puntos blancos (Amanita
muscaria) usado como decoración navideña en todo Occidente, derivan
las visiones celestes de todas las religiones, no deja de ser asombroso; pero
sí es increíble pensar que esta fuente germinal de paraísos se haya convertido
en uno de los más abyectos y rentables negocios que ha inventado la
contemporaneidad.
Es conocido por
todos que la matemática de este comercio siniestro deja su saldo en rojo en los
países productores, peyorativamente llamados del tercer mundo, que
en verdad cada vez están más cerca del otro mundo, o del
inframundo para ser explícitos, como pretende la voraz política de naciones
imperantes en el globo.
Según la OMS (2002),
un 12% de los fallecimientos que suceden cada año en Europa se deben a
sustancias autorizadas (el 8,8 por ciento al tabaco y el 3,2 por ciento al
alcohol), frente a sólo un 0,4 por ciento ocasionado por las ilegales:cannabis,
anfetaminas (incluido el éxtasis), cocaína, opiáceos, etc. De los 27.829
homicidios registrados en Colombia durante el año 2002, se cree que el 34%
fueron crímenes derivados del narcotráfico (aproximadamente 9.000) y se
encuentran más de 15.000 colombianos detenidos en el exterior por esta misma
causa; mientras en el México colombianizado, durante el año
2006 (datos CIDE), ocurrieron 2.000 muertes derivadas de las pugnas entre los
Carteles; sin embargo las provocadas por sobredosis no sobrepasan en cada país
el centenar.
La diferencia es
gigantesca, y como es lógico, la cuantiosa cifra de las personas asesinadas por las
mafias no puede compararse con la de las víctimas de sobredosis de alguna de
estas drogas que por ignorancia son llamadas estupefacientes (sustancia que
hace perder la sensibilidad), o narcóticos (otro
equívoco de la legislación policiva pues el término alude a una sustancia que
adormece; y quienes conocen la cocaína hallarán de
inmediato la contradicción). Es conocido también que el 84% del dinero de la
cadena del narcotráfico se queda en Estados Unidos o los países europeos y sólo
el 16% llega a los territorios productores como Colombia, para fortalecer allá
la economía de los países consumidores, y aquí a las pequeñas hordas detraqueteros y
otros seres de costumbres estridentes y delictivas; además –es necesario
decirlo–, de financiar a paramilitares que han decidido que nuestros ríos sean
sólo navegables para los cadáveres; y a los guerrilleros que sueñan todavía con
minar la estructura del imperio norteamericano con la mejor cocaína del mundo.
Sobra agregar que esta ola de sangre no puede ser detenida mientras existan
intereses económicos protegidos por legislaciones de doble moral, y mientras el
precio de un gramo de cocaína en Colombia se multiplique por 40 en Estados
Unidos y por 300 en Nueva Zelanda. A juzgar por las estadísticas, el dinero –y
su ambición– será siempre más criminal que el poder originalmente sagrado de
estas sustancias psicoactivas.
Que las plantas
otrora sagradas (hongos, canabis, peyote, opio, datura, yagé, ololiuqui,
sanpedro, coca…) con las cuales el hombre se comunicaba casi telefónicamente
con los dioses, con el poderoso y fascinante argumento de que el cambio del
ángulo de percepción es definitivo para la sabiduría, se hayan convertido en el
vil comercio propiciador de desconocimiento y rapacidad, planteado al comienzo,
no puede sorprendernos; pero sí el hecho de que éste vehículo cuya existencia
es tan antigua como la cultura, y más que eso, clave de ese descubrimiento del
más allá que fundó para muchos investigadores el espíritu religioso y la
trascendencia artística, se haya convertido en la clave sustentadora de la
novela negra que parece ser hoy por hoy nuestra sociedad.
Es sabido que los
dioses se convierten en demonios, y que las deidades del opio, del teonánacatl
o de la coca, son creaturas proscritas, pero debemos recordar que durante la
década del cincuenta, en forma consecuente, algunos quisieron recobrar la
fuente primitiva de este diálogo divino, guiados por los grandes poetas:
Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Michaux; por los escritores norteamericanos Edgar
Allan Poe, y por supuesto por Aldous Huxley, quien había dicho genialmente a
partir de su experiencia con la mezcalina: «Si las puertas de la percepción
quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito».
Jünger, Benjamín,
Cocteau, Burroughs, Malraux, serían sólo algunos de los numerosos artistas que
emprenderían sus ceremonias de conocimiento. Pero las drogas de este nuevo
milenio han prescindido de sus ritos y al parecer hemos echado cerrojos en
todas las puertas posibles para encontrar el paraíso. Lo que era sagrado se ha
convertido en una cruenta fórmula de usura o en un simple pasatiempo. Los
rituales fueron arrasados. Y aunque el hombre intentará escapar –como lo ha
hecho desde siempre–, encontrar el olvido o simplemente percibir de otra forma,
mucho más reveladora quizá –desarreglando los sentidos como decía
Rimbaud–, la cultura del lucro se sigue imponiendo con su incesante río de
sangre.
Por eso cada vez es
más urgente recordar las categóricas palabras con las cuales el poeta mexicano
Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, en una entrevista que realizáramos
para la revista Común Presencia en 1992, se declaraba a favor de la
legalización de la droga:
«Ustedes los
colombianos no han podido escapar a la violencia de su país... Conozco en parte
las caras de esa desgarradura, la del narcotráfico, la del hambre y las
desigualdades sociales, la de los grupos paramilitares... Pero lo que más me
produce desolación es la debilidad política de nuestros gobernantes. Sin duda,
lo único que puede suprimir esa violencia decretada por el tráfico de drogas es
su legalización. Algunas veces lo he dicho públicamente... Y me parece increíble
que los artistas más reconocidos de Latinoamérica no presenten enfáticamente la
necesidad de la legalización. ¿Por qué los escritores no se comprometen contra
una historia que debe ser desviada? Por favor digan esto allá, es importante
que lo digan en su país y en todas partes: yo me pronuncio a favor de la
legalización de la droga, y espero que esto sirva de algo. Ojalá fuese un punto
de partida para el diálogo, y para hallar un dique contra ese río de sangre que
los azota, y que nos fustiga también a los mexicanos».
No es necesario
agregar más. Es importante que entrado el siglo XXI se reviva el debate, que no
caigamos en el artilugio de despenalizar o legalizar,que
recordemos que para la fundación de la cultura fue esencial el conocimiento de
estas mágicas sustancias que la modernidad ha des-ritualizado, que tenían
connotaciones místicas y proféticas, que hacían parte de ceremonias de alianza
divina, y por eso nos parece legítimo exigir que el control sobre la droga lo
ejerzan las instituciones médicas y no las mafias y la policía corrupta, porque
como diría José Saramago, ya es tiempo de esforzarnos por legalizar la droga,
aunque primero –lo cual es incuestionable– debamos esforzarnos por legalizar el
pan.
(El artículo
escrito por el poeta colombiano Gonzalo Márquez fue tomado del Periódico
Virtual Con-Fabulación, al cual agradecemos esta publicación).
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